Crystal Bay. Capítulo 1

Eran las seis de la tarde, catorce de julio y llovía a cántaros. Jack tamborileaba con los dedos el volante del coche. Tenía un enorme nudo en el estómago que se iba expandiendo más y más a cada kilómetro que se acercara a su destino. En el asiento del copiloto había una botella de Cutty Sark con el tapón mal enroscado. Apenas quedaba contenido. Jack se secó el sudor de la frente con el antebrazo, dejando descubierta una parte del tatuaje que había formado parte de su vida pasada. Una cola de sirena. Había significado muchas cosas para él, un tiempo atrás. Al igual que el alcohol. Al igual que las peleas. Todo eso quedó en un segundo plano cuando conoció a Maggie. O al menos lo intentó durante un tiempo. Maggie y él discutían más a menudo de lo que le gustaría recordar… Pero después llegó Hayley. Con Hayley su vida sí cambió por completo.

Por fin visualizó un desgastado letrero que le daba la bienvenida a Crystal Bay a un lado de la carretera. Estaba muy cerca de la pinada que daba comienzo al pequeño pueblecito costero. Frenó, respiró hondo y continuó circulando muy despacio, intentando aplazar la llegada al que había sido su hogar durante casi diez años.

Se iba a alojar en el McGee’s, un pequeño motel en las afueras de Crystal Bay. Quería mantenerse alejado de todo. Además, tampoco tenía otro lugar al que volver. Puso en venta la casa cuando Maggie se fue, poco después del accidente.

Sintió cómo un hilo de sudor bajaba por su espalda, dejando su camisa parcialmente mojada. Habían pasado dos años desde la última vez. Había sido incapaz de volver a Crystal Bay durante el primer aniversario de la muerte de su hija. Se había comportado como un maldito cobarde, era consciente de ello, pero allí estaba de nuevo, conduciendo de vuelta a casa, en un patético intento de enmendar sus errores.

Su mano derecha se deslizó de manera instintiva hacia la botella de whisky. De alguna manera, aún podía sentir la presencia de Hayley. En Crystal Bay la sensación parecía más acentuada que de costumbre. En la gran ciudad aquellos estúpidos delirios le estaban resultando muy caros de mantener. Los psicólogos se habían estado llenando los bolsillos a su costa durante dos años.

Sonrió levemente y mantuvo la mirada fija en la carretera. La pinada estaba estrechando la carretera y la sensación de agobio aumentó. Quedaban apenas unos kilómetros. Se removió en el asiento, incómodo. El sudor de la espalda estaba produciéndole un picor insoportable. Tenía la garganta reseca y los ojos llorosos. Intentó hacer memoria y recordar si había algún 24 horas cerca del motel.

Le costó trabajo aceptar la muerte de Hayley. Nadie supo explicarle qué demonios hacía su hija en lo alto del acantilado la noche en que murió, ni cómo consiguió saltar los casi tres metros de valla metálica que rodeaban toda la costa de Crystal Bay. La temible palabra «suicidio» apareció en el informe preliminar del forense. Después surgieron muchos interrogatorios y preguntas incómodas para Jack. Le preguntaban si su hija tenía depresiones. Si tenía amigos en el colegio. Hayley tenía sólo nueve años, ¿de qué demonios estaban hablando?

A pocas horas del descubrimiento del cadáver, aquellos impresentables se metieron en su casa. La pusieron literalmente patas arriba, en especial la habitación de Hayley. Maggie no podía soportarlo. Se encerraba en la cocina, cerraba los puños y se clavaba las largas uñas en la piel hasta hacerse sangre. No dejaba de mirar a Jack con los ojos llenos de angustia , suplicándole que hiciera algo. Que parase todo aquel desastre y sacase a toda esa gente de la habitación de su hija. Estaba aterrorizada. Pero Jack evitó su mirada y se largó.

Incluso en ese momento era perfectamente consciente que se estaba comportando como un auténtico mierda. ¿Y qué? No podía protegerla. Ni siquiera pudo proteger a Hayley, ¿cómo narices iba a hacerlo con su mujer? Sus únicas opciones eran huir de allí. Comenzó a beber de nuevo aquella misma noche.

Llegaba a casa de madrugada los días que sucedieron a la investigación. Los días pasaban de forma monótona, uno detrás de otro. Uno de esos días borrosos Maggie se fue. No dejó nada, ni siquiera una triste nota. Pero Maggie le importaba un bledo en ese momento. Entonces sólo era capaz de emborracharse para evitar pensar en Hayley. Cuando vio que se Maggie se había llevado todas sus cosas sintió un alivio. Después se sentó en el sofá y se echó a llorar como nunca había hecho en años.

Pasaron dos largas semanas hasta que por fin le entregaron el informe definitivo. Lo que había ocurrido con Hayley había sido un trágico accidente, en resumidas cuentas. «Y una mierda», dijo Jack cuando le llevaron a comisaría para explicarle que la investigación había terminado. Después rompió unas cuantas cosas en el despacho del inspector y se marchó. Nadie movió un dedo para detenerle.

Puso la casa de Crystal Bay en venta a través de Bill Corks, un agente inmobiliario que había sido un viejo conocido de la familia. La mujer de Corks, Jenny, era muy amiga de Maggie. Cuando fue a la casa de la pareja para entregarle las llaves a Bill, Jenny ni siquiera salió de la cocina, pero no dejó de sentir su mirada acusadora durante el breve tiempo que estuvo allí. Bill evitó estrecharle la mano al despedirse de él. Tal vez se lo mereciera.

El roñoso cartel de neón del McGee’s había surgido de entre la última hilera de pinos, justo antes de la entrada al pueblo. Estaba lleno de agujas de pino y la «M» estaba descolgada. Hacía siglos que nadie limpiaba aquel cartel. La lluvia apretó aún más, dificultando la visión al volante. Jack puso las luces antiniebla y circuló más despacio hasta llegar al motel. La lluvia había emborronado el cristal pero se podía percibir que el motel no estaba pasando por su mejor momento. La fachada estaba muy descuidada y  tenía un color indescriptible. En sus comienzos había sido un bonito rosa salmón. Había dos luces encendidas, la de la portería y otra más en la planta más alta del edificio. En el parking sólo había dos coches aparcados. La decadencia del motel era tan palpable que daban ganas de llorar.

Jack se dirigió al parking justo cuando el cielo comenzó a tronar. Su mirada se volvió al retrovisor de manera instintiva. A Hayley le producían pánico los truenos. Maggie y él solían bromear sobre los miedos de la niña retándola a salir a la calle para enfrentarse a sus miedos.

—Sólo son truenos, cariño, no te pueden hacer ningún daño—solía decir Maggie, mientras le echaba una divertida mirada a Jack momentos antes de que él apareciera por detrás de Hayley y la agarrase por los hombros con un terrorífico grito:

—… ¡¡A no ser que provoques al mismísimo Dios del Trueno, enana!!

La imagen de Hayley echándose a llorar y milésimas de segundo después estallando en carcajadas golpeó sus recuerdos. Jack clavó los dedos en el volante. Estaba algo mareado. Había sido un gancho de primera.

Unos ojos verde avellana le devolvieron la mirada desde el retrovisor. Jack soltó el volante y estuvo a punto de golpear el lateral de una verja que rodeaba el parking. Pisó el freno con demasiada fuerza y el coche se caló. Parpadeó y volvió a mirar por el espejo. En el asiento de atrás no había nadie.

—Mierda, ¿Hayley?

No hubo respuesta.

—Eres patético.—Se miró en el espejo, intentando calmarse. Con las manos temblorosas buscó el paquete de tabaco debajo del asiento de copiloto. Rescató un arrugado cigarrillo, agarró con la otra mano la botella de Cutty Sark y salió del coche. Los psiquiatras con los que había contactado le advirtieron que podía sufrir alucinaciones. Dijeron que era algo sumamente común en un caso como el suyo. Perder a una hija, de una manera tan traumática… Si sucedía algo así no debía avergonzarse, decían, el dolor era difícil de llevar. Él simplemente se encogía de hombros y dirigía su mirada al suelo. La verdadera razón para la que acudía a aquellas consultas era para conseguir la receta de las pastillas. Se podía tragar el discurso de todos ellos sin apenas parpadear porque necesitaba aquellas jodidas pastillas. Sin ellas su vida había dejado de tener sentido. Levantarse todas las mañanas sin estar drogado se había convertido en una puta odisea.

No se había traído ninguna maleta. ¿Para qué? Jack no tenía previsto acudir a ningún evento. Sólo quería visitar el lugar donde murió Hayley. Rendirle memoria allí. Quizás se pondría a beber allí mismo, en el punto más alto del acantilado. A lo mejor tenía suerte y se caía también. Otro trágico accidente. Aunque con él tardarían más en descartar el suicidio, vistos sus antecedentes. No tendrían que revolver mucho. Sus psicólogos estarían encantados de echar un cable a la poli.

Jack soltó una risotada, lanzó la colilla al suelo y la apretó con rabia con el zapato hasta dejarla bien enterrada en la gravilla. Se bajó las arrugadas mangas de la camisa hasta las muñecas y subió los enormes escalones que daban acceso a la portería. Las barandillas estaban pintadas de un ridículo color dorado que no pegaba en absoluto con nada de lo que hubiera en aquel lugar. La pintura se había descorchado por los laterales. Jack puso una mueca al llevarse parte de la pintura con la mano.

Cuando llegó a la portería vio a la vieja dueña del motel. Estaba recostada en el sillón, con sus diminutas gafas en forma de ojos de gato bajadas hasta la punta de la nariz. Tenía una mano metida en un tarro de galletas. Había engordado por lo menos veinte kilos desde la última vez que la vio, pero seguía usando aquel horrible tinte rojo y llevaba las larguísimas uñas pintadas a juego. Cuando le quedaban apenas unos pasos para llegar al mostrador la señora Aberdale se removió en el sillón, se quitó las gafas y achinó los ojos para intentar verle mejor. Le reconoció y su mirada cambió. Se incorporó con dificultad para ponerse frente a él. Sus fríos ojos grises se clavaron en la camisa arrugada de Jack.

—Dios mío, Jack, ¿de verdad eres tú?

—Supongo que sí, a no ser que estés viendo a alguien más por aquí.

—Ya, bueno… Oye, creo que nunca llegué a darte el pésame por… Por lo que pasó con Hayley.

Jack la paró con una mano antes de que pudiera continuar hablando. Sacó un par de billetes del bolsillo trasero de los vaqueros y los lanzó al mostrador.

—No me voy a quedar mucho, tal vez un par de noches.

—Jack, verás… Debo comprobar primero la disponibilidad de las habitaciones… —La señora Aberdale estaba notablemente nerviosa. Sus ojos correteaban por toda la recepción, evitando el contacto directo con los de Jack.

—Por el amor de Dios, Gloria, ¿de qué coño estás hablando? ¡tienes el puto motel completamente vacío!

—…Pero estoy segura de que podré encontrarte algo apropiado.— La mujer le dio la espalda y se agachó lentamente mientras rebuscaba en un cajón. Al cabo de un segundo, Jack escuchó el tintineo de unas llaves. La señora Aberdale se giró muy despacio, haciendo muecas de dolor. Tenía pinta de sufrir algún tipo de artritis.— Aquí tienes, Jack, la 207. El desayuno se sirve en el bar a las siete y media. Que tengas una buena estancia.—La señora Aberdale le tiró las llaves prácticamente a la cara y salió muy deprisa fuera del mostrador para cerrar el acceso al parking. No le volvió a dirigir la mirada.

Jack se quedó plantado en la recepción con la mirada puesta en las llaves. Tenía ganas de gritar. En vez de eso, se volvió y subió las estrechas escaleras de caracol hacia su habitación. Estaba seguro de que habría un minibar dentro.

Antes de que anocheciera por completo, todo el pueblo de Crystal Bay sabía que Jack Wiles había regresado.

***

A un par de kilómetros de allí, en el pueblo contiguo de Marble Pines, Sheila Sanders estaba sentada en el diminuto salón que formaba parte de su dormitorio. Miraba fijamente el teléfono que yacía en la mesita de café. Sabía que tenía que sonar de un momento a otro. Lo había sentido en otras ocasiones pero ninguna había sido tan fuerte como aquella. Esa llamada iba a ser importante, lo presentía. La primera sensación llegó hacía un par de horas, a eso de las cinco, mientras compraba un par de latas de zanahorias cocidas en el supermercado, dos calles más abajo. Había llegado al mostrador cargando con las conservas, con la espalda encorvada. Le dolía la barriga de los nervios. Había visto a Chloe Stevenson fuera de la tienda. Estaba de pie en la acera, fumando. Sheila visualizó a tres chicas más junto a ella. Habían tenido una sonora pelea en el instituto aquella misma mañana. Sheila se removió incómoda frente al mostrador, esperando que Chloe se marchase. No quería más problemas. Si la veían al salir, no la iban a dejar en paz.

Era como si le echasen un cubo de agua por encima. Sheila se echó a temblar, se le cayeron las gafas y las latas se deslizaron entre sus manos y acabaron en el suelo con un estruendoso golpe. La dependienta le echó un sermón y se negó a cambiar ninguna de aquellas conservas. Sheila recogió las gafas del suelo, pagó las conservas y salió corriendo del supermercado. Chloe Stevenson y sus amigas se habían marchado, pero ni siquiera se acordó de ellas.

Llevaba cerca de una hora esperando delante de aquel viejo teléfono. Sheila miró el reloj de pulsera. Las siete menos cuarto. Tenía que suceder algo en cualquier momento.

—¡Sheila! ¡La cena casi está lista!— gritó su madre desde la planta de abajo.

—¡Bajo enseguida, mamá!

Entonces el teléfono sonó. Sheila se quitó las gafas y se puso a juguetear con ellas. Su frente estaba cubierta de pequeñas gotas de sudor. Estaba aterrada. Dejó que el teléfono continuara sonando unos segundos más. Por fin estiró la mano y cogió el auricular, dejándolo embadurnado de sudor.

Acercó el teléfono a la oreja mientras contenía la respiración. Escuchó con atención. Al otro lado de la línea no había más que silencio.

—¿Hola?—dijo Sue con un hilo de voz. Pensó en decir algo más, pero su boca se abría y se cerraba sin emitir sonido alguno. Su pecho subía y bajaba frenéticamente. Sus ojos estaban enrojecidos y a rebosar de lágrimas. Creyó que se iba a orinar encima de la enorme tensión.

Se escucharon unos crujidos al otro lado de la línea. Se le erizó el vello de la nuca. Los dedos que rodeaban el auricular se pusieron rígidos y se clavaron en el plástico con fuerza. Tenía las palmas de las manos más sudorosas que nunca.

Los crujidos disminuyeron paulatinamente de intensidad hasta cesar por completo. Hubo un momento de silencio. Sheila estaba de pie, con la cara desencajada por el terror, la boca entreabierta y los labios resecos, escuchando con atención. Las lágrimas corrían sin sentido por sus mejillas. Estaba muy concentrada intentando captar algo, cualquier cosa, al otro lado de la línea.

Entonces alguien comenzó a hablar entre murmullos, con la voz entrecortada. Volvieron los crujidos. Era imposible entender nada de lo que decía.

Sheila permanecía pegada al auricular. Las gruesas gotas de sudor se deslizaban por las palmas de sus manos y caían lentamente al suelo.

Era el tono de voz más desolador que había escuchado en su vida. La imagen de algo diminuto abrazándose los pies, balanceándose de un lado a otro apareció de repente en su cabeza. Aquellas imágenes rara vez tenían sentido.

Sheila gritó y soltó el teléfono de un golpe. Se alejó de un salto de la mesita de café. Se quedó mirando fijamente al teléfono, temiendo que pudiera volver a sonar en cualquier momento.

—¡Sheila!—llamó su madre desde el comedor.

Se había dejado caer al suelo. Estaba llorando. No podía quitarse la puñetera voz de la cabeza. Nunca había captado las emociones de los que estaban al otro lado de la línea. Solían ser voces monótonas diciendo frases inconexas. Pero aquello era distinto.

Se incorporó muy despacio, intentando recobrar la compostura. Con sumo cuidado, se acercó al teléfono y colocó bien el auricular, manipulando el aparato lo justo y necesario para no tocarlo demasiado. Se limpió las manos en la falda, se colocó las gafas en su sitio y se miró en el espejo. Aún tenía los ojos enrojecidos y las marcas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas. Se secó la cara con el dorso de la mano, se peinó el flequillo con los dedos, apagó la luz, cerró la habitación con llave y bajó con cuidado las escaleras.

La voz del teléfono no dejó de reproducirse en su cabeza mientras pinchaba con el tenedor una de aquellas zanahorias que su madre había preparado para cenar.